Cuento

Aldana y los visitantes

Ana García Bergua

En el departamento 32 vive el famoso y respetado escritor Aldana, célebre por sus relatos breves, copiosos ensayos e inspirados poemas. Aldana es también conocido por su timidez, que algunos de su generación acusan de estudiada, y porque aquellos que han ido a verlo a su casa a últimas fechas —jóvenes colegas, periodistas— comparten la misma experiencia intrigante y un poco angustiosa. La mujer de Aldana, una mujer fornida, de cejas pobladas, abre la puerta, señala al visitante un sofá muy cómodo entre libreros, adornos del África, plantas y jarrones, sirve unos refrescos y avisa que ahorita sale Aldana. Cinco minutos después aparece don Álvaro en su traje de escritor que anda por su casa: chaleco de lana, pantalón de tweed, boina cuando es invierno, calcetines a juego y zapatos cafés. Aldana se sienta frente al visitante en una butaca de pana marrón y da un sorbo al refresco que le ha dejado su esposa: una bebida de naranja, de color muy chillón. Luego intercambia con el admirador saludos, cosas generales, impresiones un poco cómicas del día presente. Cuando van a ir al grano —por ejemplo, cuando se le hace una pregunta o cuando un escritor le va a contar un problema—, Aldana se levanta y dice: espérame un momento. El visitante queda solo. Pasa por ahí una mujer alta y muy maquillada, bastante fea, de pelo largo y negro, como de casualidad; ahorita viene mi hermano, avisa, y ofrece otro refresco o un tequila. El visitante los rechaza educadamente y vuelve a quedar solo. Pasan diez minutos largos, durante los cuales no le queda otro remedio que estudiar los cuadros y el librero del escritor con detenimiento. Por fin regresa Aldana, pide disculpas por la tardanza y conversa un poco más, encamina la plática a cierto punto de interés, generalmente político, y de repente vuelve a levantarse. Ahora vengo. El visitante pasa otro rato a la espera, que emplea ahora en hojear un viejo ejemplar de la revista Impacto, la cual se encuentra sobre la mesa de centro como por azar y mirando al gato de Aldana, que tiene la curiosa costumbre de maullar dormido. Por la puerta que da a la calle entra un joven —que podría ser Aldana en sus fotografías de juventud, aunque igual de gordo que él y con una gorra—, el cual le dice al visitante: está esperando a mi tío, ¿verdad?, y se va por el pasillo, como en su busca.

Al cabo de tanto tiempo, el visitante comienza a estar muy intrigado; cuando Aldana regresa, el visitante le pregunta si sucede algo, si tiene algún problema, le ofrece regresar otro día, quizá, cuando esté menos ocupado, con menos familia que atender. Aldana niega de un manotazo. Qué va… cosas… qué sé yo, nada de importancia, murmura. Mil perdones. Vuelve a ofrecer otra bebida al visitante: ¿un whisky en las rocas, un martini, una cuba libre? Es un preparador de cocteles habilísimo y los mezcla con gran maestría ahí mismo en la sala, donde tiene una pequeña cantina oculta detrás del librero y perfectamente surtida de todo lo necesario. Mientras vierte líquidos en la coctelera, Aldana cuenta varios de los chistes que lo han hecho famoso, aderezados con aforismos de autores clásicos. Luego se prepara un trago para él, una mezcla infame de tequila y refresco de uva con limón. El visitante se encuentra de lo más animado; tanto, que olvida las ausencias previas de Aldana. En el momento menos pensado, Aldana deja su vaso y vuelve a solicitarle un minuto. ¿Pues qué está enfermo, don Álvaro?, le pregunta, comedido y preocupado; si quiere lo dejamos para otra ocasión. No tardo, no tardo, se le oye decir desde el pasillo. Los que no le tienen tanta confianza se ponen una borrachera espantosa esperándolo; los que ya saben cómo es la cosa se acuestan a dormir en el sillón, hasta que sale una mujer rubia, fornida, vestida de blanco, que se presenta como la maestra de inglés de Aldana y les avisa que de momento se tendrán que retirar: don Álvaro no puede regresar a la sala, mil disculpas.

El visitante, por lo general, no se molesta: a fin de cuentas, es un privilegio visitar a Aldana, es uno el que debería pedir perdón por estarle robando el tiempo. Muchos regresan a verlo después, esperando que cambie la suerte, que la visita se realice. No hay enojo, pero la intriga se abre camino poco a poco: ¿qué le pasa a Aldana?, ¿qué irá a hacer en los tiempos en que deja solos a los visitantes?, ¿no querrá que nadie más lo visite? Pero si él mismo llama para invitar, o les dice: a ver cuándo te pasas por casa a que te dé una entrevista, preparo unos coctelazos. En los cafés, en los bares y restaurantes frecuentados por plumíferos y reporteros, se cruzan las apuestas. Unos aseguran que tiene una enfermedad gravísima en la próstata y no le queda de otra que orinar con dolorosa frecuencia. No, cómo crees, dicen otros: ¿no te has fijado que siempre que regresa te dice alguna cita o alguna anécdota chistosa? Eso es porque va a consultar sus libros, la conversación le recuerda cosas que leyó antes y las busca: es un bibliófilo apasionado. Al final, cuando no regresa, es porque se queda leyendo, embebido, olvidado del mundo. Es un verdadero hombre de letras y no pierde el tiempo chacoteando como nosotros. Cómo crees, dicen otros, se va a dar agarrones con la mujer esa tan rara que tiene, esa que es igualita a él, pero con chongo, ¿no se han fijado? Pero cómo harían con el sobrino ahí, y la tía, y la maestra de inglés. Quizá todos viven una pasión incontenible ahí encerrados. El hecho es que nunca lleva a sus familiares a los cocteles, ni a las presentaciones, ni siquiera a su mujer, susurran unos en la esquina de la mesa. Yo, la verdad, a esa mujer tampoco la llevaría a ningún lado, se oye por ahí. Dicen que es ella la que diseña sus trajes de escritor en mesa redonda, escritor en el café, escritor en coctel, escritor en pijama de seda leyendo un libro y, el más elegante de todos, escritor recibiendo un premio, atuendos con los que ha salido fotografiado en diversas publicaciones. ¿Han visto lo cuidadoso de su vestimenta?

La conversación se desvía y enloquece. Son esas cosas que bebe, a cualquiera le hacen daño, no es saludable, se burlan. O bien: te deja solo para reírse de ti en su habitación; cuando estás en el suelo de borracho, te toma fotos sin que te des cuenta. O: la familia lo tiene encerrado, eso es lo que pasa.

Dos o tres no dicen nada y cruzan los dedos debajo de la mesa esperando a que el tema de Aldana se agote pronto, o bien salga a la luz lo que realmente pasa. Son los que, desesperados, se han atrevido a levantarse para cruzar el pasillo larguísimo del departamento de Aldana en sus ausencias con el pretexto de buscar el baño, han abierto la puerta del estudio y han visto sus transformaciones. No lo van a contar, hasta que alguien más no lo diga. Pero ¿por qué nadie lo dice?, ¿será la admiración por el maestro? Ciertamente son cosas, que, mal vistas, podrían estropear un poco el prestigio literario del gran escritor. Ahora bien, no entienden cómo los demás pueden ser tan inocentes, cómo a nadie se le ocurre. Si hasta el gato podría ser Aldana. Mientras, los demás continúan con las elucubraciones sobre la curiosa familia de Aldana y su manía de abandonar a los visitantes.

Ana García Bergua

Nació en la Ciudad de México, en 1960. Estudió Letras Francesas y Escenografía Teatral en la UNAM. Ha publicado las novelas El umbral (Era, 1993), Púrpura (Era, 1999), Rosas negras (Plaza y Janés, 2004) e Isla de bobos (Seix Barral, 2007); los libros de relatos El imaginador (Era, 1996) La confianza en los extraños (Debate, 2002) y Otra oportunidad para el señor Balmand (CONACULTA, 2004), así como los libros de crónica Postales desde el puerto (Conaculta, 1997) y Pie de página (2007). Muchos de sus cuentos figuran en antologías. En 1992 recibió la beca para Jóvenes Creadores del Fonca y en 2001 entró al Sistema Nacional de Creadores de la misma institución. Desde 1987 hasta la fecha ha publicado cuentos y crónicas literarias en diversas publicaciones; su columna “Y ahora paso a retirarme” aparece desde hace varios años en La Jornada Semanal.