Cuento

Gato

Teresa Figueroa

Para aplazar las sábanas frías que me esperaban en mi departamento me refugiaba en el Areopa que a fuerza de música y parroquianos alegres guardaba una tibieza muy lejana del invierno exterior. Ahí la vi por primera vez. Trabajaba como mesera y era la mujer más guapa que había tenido cerca de mí: caderas estrechas, piernas armoniosas, senos firmes y pequeños; quizá demasiado alta para nuestras costumbres. Sus ojos líquidos conminaban a envolverla y llenarla de besos. “Única”, sería el adjetivo para describirla. Despertaba en mí un inaplazable deseo de sexo y de ternura.

No me gusta la cursilería, pero creí que era necesario llevar un ramo de flores cuando la esperaba a la salida del trabajo. Sonreía con gracia, le temblaban las manos. En la tercera cita ya estaba pegado a sus senos. Aquello era un ahogo y un milagro. Me incomodó que rehuyera mis caricias más íntimas.

—¿Qué te pasa?

Yo sabía que su empleo era más cercano a la prostitución que a la cocina. Ella me miró a los ojos, con una especie de angustia o de reproche.

—Si tú quieres me caso contigo —dije en un arrebato de amor y de deseo.

—No es lo que parece —murmuró—, nada es completamente cierto.

—Ah, resulta que eres filósofa.

Acaricié sus manos largas, besé su cuello.

—Tú también me gustas… mucho.

La voz de un tono grave era sensual y tibia.

—¿Te animas a vivir conmigo?

Mordí suavemente el hombro blanco. Sonrió.

—No todo es lo que parece. ¿Sabes que mi destino me lo reveló un gato?

—¿Te gusta la literatura? Ya sabes que los gatos son mensajeros.

Otra sonrisa escéptica.

—No es literatura, si me cuidas te cuento cómo un gato me trajo la clave de mi existencia.

—Estoy dispuesto a cuidarte todos los días de la vida.

Estaba apasionado y borracho y dispuesto a dejarme mandar por esa hembra hermosa, dispuesto a quererla y a cuidarla y morirme pegado a ella. Dejó sobre la mesa la copa que vibraba en su mano. Sus ojos parecían cercanos al llanto.

—Escúchame. Eres muy joven. Trata de entenderme. Vivía yo entonces en una ciudad pequeña, Tepic o Aguascalientes, ponle cualquier nombre. Tenía dos hijos, un niño y una niña de 8 y 6 años y los amaba… bueno, tú sabes… como se ama a los hijos, aunque no me gustaba demostrar afecto. “Mimas a los niños y al rato se te suben al cuello”, decía mi padre. Mi relación con ellos era distante y firme, nunca les faltó nada: tenían una casa limpia, alimentación sana, todo lo de la escuela y hasta algunos juguetes. Te estoy hablando de hace apenas unos meses. Hace cuatro años murió mi padre. Era un hombre duro. A fuerza de golpes y de castigos me formó el carácter. No éramos pobres; mi padre había sido militar y tenía una pensión que supongo era suficiente pues no había mayores gastos en la casa. A pesar de ello más de alguna vez nos dejó sin comer, a mí y a mi madre “para que valoren lo que tienen”, decía. Me imponía tareas rudas: cargar ladrillos de un lado a otro del patio, asear los excusados y lavar interminablemente el Valiant azul que de vez en cuando conducía. Estábamos hechos a la vida austera. No conocí el gozo de un paseo o la alegría de un juguete elegido por mí. Cuando alguna vez me caí de una bicicleta prestada, la reacción era siempre: “Usté no chille, cállese”. A los pocos parientes que acudieron al funeral no les extrañó la serenidad con que recibí su muerte. Al año lo siguió mi madre. Ella que era toda dulzura, toda cariño, me prodigó un amor casi secreto, pues en casa estaba estrictamente prohibido que me tratara con ternura. En la infancia me acarició dos veces, ¿recuerdas el olor del mar o del pan recién horneado? Así recuerdo yo aquellas dos caricias. La primera la asocio con una boleta de calificaciones llena de excelentes —no podía ser de otro modo por el miedo a mi padre—: llegué de la escuela y se la enseñé a ella, se sentó a la mesa y mientras la leía pasaba su mano suavemente por mis piernas. Para la segunda caricia fue necesario que me extrajeran el apéndice y se infectara la herida. Entonces en aquel hospital público, mientras la enfermera me extraía líquidos espesos de la abertura apestosa, mi mamá pasó su mano por mi cuerpo. Por aquel tacto tibio bien valía la pena que volvieran a operarme. Dos caricias tuve en la infancia. No hubo más. Pese al profundo dolor, en su tumba no pude dejar ni una lágrima. La amaba entrañablemente, pero no hubo ofrenda de tristeza cuando faltó a mi lado. Papá, en un gesto magnánimo, me había ofrecido estudiar contaduría como alternativa a la carrera militar. Me recibí con honores de una profesión aburrida y monótona en la que pronto encontré un buen empleo. Me casé y formé una linda familia. En casa no había crueldad ni violencia, si acaso una especie de frío constante, que nadie sabía cómo remediar. Los chicos, 8 y 6 años (ya te lo dije) eran callados y serios, iban bien en el colegio gracias a mis cuidados y en casa había orden y silencio. Entonces apareció el gato. Era un gato muy chico, gris con rayas negras: animalillo corriente de esos que tiran a la calle. Una noche maulló en el patio con un maullido largo y lastimero. Ordené que lo corrieran. No fue posible. Salí con una tabla a ahuyentarlo; se recogió en sí mismo en un ovillo de pelo, y por primera vez, la primera de muchas primeras veces, no fui capaz de golpear a un animal: sentí lástima. Ahí déjenlo, dije, que nadie le tire de comer. No fue necesario: fui yo quien apartaba los sobrantes de la comida y los dejaba en el patio. Es preferible dárselos a que se los coman las ratas, me justificaba. Por las noches, en la ventana de mi cuarto, me sorprendía la fosforescencia de una mirada azul. Es hembra, dije a mis hijos, miren su tamaño pequeño y sobre todo vean las visitas que tiene: grandes gatos machos se disputaban a garra y maullido el derecho al apareo. Mi casa, antes silenciosa, se transformó en un continuo concierto de reclamos eróticos. Los niños corrían para descubrir el sexo licencioso de los gatos, reían a carcajadas y yo no encontraba el hilo perdido de la disciplina. Le llamamos Tita; nunca fue nuestra. Vivía en el patio pero no se nos acercaba. Algún vecino explicó que pasada cierta edad el gato pierde la capacidad de ser domesticado, o más bien, los humanos nos volvemos incapaces de domesticarlo. Eso tiene un nombre, son gatos ferales, no salvajes, no silvestres: ferales. Viven a nuestras expensas sin retribuir compañía o cariño. Son desconfiados y tercos. La Tita era feral. No crecía, se mantenía pequeña y huraña. Siempre le guardé comida y ella, tras el vidrio, iluminaba los insomnios conyugales. Una noche escuchamos quejas agudas y aún más fuertes que de costumbre. Estos animales se aman con chillidos de recién nacido, expliqué a mi propia angustia. Me asomé y vi a Tita que se defendía de la monta agresiva de un felino amarillo. Debe estar preñada, expliqué a la sonrisa maliciosa de los niños. Las gatas cargadas no admiten otro macho, así es la naturaleza, váyanse a dormir. Al día siguiente vimos a la Tita enroscada y triste, tal vez lastimada. Quisimos acercarnos, nos tiró un zarpazo de uñas agresivas. Déjenla, animal ingrato. Esa noche no hubo mirada fosforescente tras el vidrio. Dos o tres días después el animal se levantó trabajosamente y con pasos tambaleantes vino a mi encuentro; sólo me miró, me miró a los ojos, dio la vuelta y se echó a mi lado. Era yo entonces más insensible que ahora y aun así sentí una contracción en el pecho, me acerqué y la revisé meticulosamente. Tenía una desgarradura honda en el costado, de la que se desprendía un aroma caliente y negro. La herida llegaba hasta los testículos. Entonces no es gata, me dije y les dije a los niños: no sé por qué se apareaba, eso no es natural, no lo comprendo; está lastimada, hay que curarla. Pasé el fin de semana entre fomentos y antibióticos que prescribió el médico de la familia. El lunes, antes de ir al trabajo, mi corazón temblaba: murmuré palabras cariñosas, le arrimé agua, puse alimento en el hociquito tembloroso. Tita comió, después se arrastró a un rincón del baño y se quedó quieta. Cuando regresé la encontré lívida, tiesa. Recordé la temperatura del cuerpo muerto de mi madre, recordé los ojos ausentes de mi padre, recordé aquellos “Usté no chille, cállese”. Me doblaron los sollozos, un río de dolor salía por mi boca; mis hijos me miraban asombrados, tuve que esconderme en mi cuarto. Lloré por todos los dolores, por la falta de amor, por las dos caricias que me dio mamá, por los castigos inmerecidos, por las tareas duras, porque no tuve una muñeca para jugar, porque no sé dar besos, porque me casé con una mujer buena y tuve dos hijos a los que amo y que nunca he abrazado. Lloré, lloré por muchas horas, entendí muchas cosas, el mensaje de Tita. Y en la muerte le dije a mi padre: Te equivocaste, viejo, los hombres sí lloran, y si no puedo llorar como hombre hoy sé lo que soy, lo que he sido desde siempre. Pasaban los días pero no la pena. Mi esposa me miraba como si no me conociera, los niños se comportaban aún más taciturnos que antes. Decidí cambiar de ciudad. Abandoné hijos y mujer; les hacía daño mi presencia. Estoy aprendiendo a vivir como soy, conociéndome a mí misma. Ya ves, trabajo en el Areopa donde conozco gente linda como tú y estudio una carrera que realmente me gusta.

Limpió las lágrimas de sus ojos profundos.

—Estoy en tratamiento hormonal antes de decidirme por alguna cirugía. Extraño mucho a mis hijos, pero quiero ser honesta con ellos. Espero que más adelante me entiendan. Antes de venir para acá les regalé un gato.

Teresa Figueroa

Poeta, narradora y promotora de lectura. Desde su Centro Cultural Los Ariles, en Tonalá, además de promover la lectura, que impulsa de manera cotidiana, organiza una serie de actividades artísticas y culturales. De su taller de creación apareció el libro colectivo El vuelo del colibrí. Colaboradora de la revista digital www.agora127.com, sus textos narrativos denotan el intenso aliento humano, pasional y emotivo que impregna toda su obra, de una innegable calidad artística. Puedes ver otros textos suyos en los siguientes enlaces: Ágora número 18número 17número 14número 11.