Cuento

Manual para atropellar perros

Daniel Galera

Ayer salí a conducir solo por la calle y decidí arrollar perros. Es fácil encontrarlos, principalmente en la Zona Sul. Muchos duermen en el medio de las calles más serenas; acostumbrados a los autos, saben que todos se desvían. Logré atropellar a cinco. Sentí el bandazo de la rueda al pasar sobre sus cuerpos, el choque de una cabeza con la defensa. No tengo nada contra ellos, pero estaba medio borracho y quería hacer algo malvado. Dos murieron al momento y los otros tres corrieron en círculos, ladraron con intensidad hasta caer renqueando en el suelo, gañendo un poco, o no, entonces murieron. Manejé mucho detrás de los perros. A plena madrugada me detuve en una gasolinera Esso para comprar una cerveza. Tenían Brahma por 85 centavos, compré dos. Hay muchos canes vagabundos en los barrios residenciales de Ipanema y en la Avenida Juca Batista.

Desde que empecé a trabajar, ando muy tenso. Mi hombro derecho está petrificado y dolorido, lleno de nudos fuertes en el músculo, es por causa de la posición del brazo para asegurar el mouse. Nueve horas por día. Da una tensión de los diablos. Allá tenemos gimnasia laboral, una profesora va diariamente para ponernos algunos estiramientos y otros ejercicios. No sirve de mucho. Tengo los dedos rígidos y el hombro derecho ciertamente lesionado, dificulta incluso el acto de conducir un carro.

Fui a buscar más perros. Lo peor es que los adoro, tengo tres beagles hermosos, viven presos en el patio hace más de diez años. Son cazadores eximios. Da pena que hayan estado toda su vida en un patio. Si anduvieran sueltos en la calle, ya habrían muerto, por hambre o arrollados, o atacados por otros canes. Por eso están en el patio y allí se van a quedar para siempre, hasta que mueran aburridos, de vejez o de alguna enfermedad doméstica para la cual olvidamos aplicar vacuna.

Hace dos semanas que no hago nada en el trabajo. Al principio me gustaba, podía navegar en internet y bajar música del Napster, pero ahora el sector de la tecnología instaló un firewall y jodió todo. Ahí quedé conociendo sites, aunque tengo la impresión de que ya los vi todos. He estado realmente aburrido en el trabajo, eso me fuerza a pensar en las cosas que podría estar haciendo de no estar en un predio de la institución desarrollando tendinitis y respirando aire acondicionado central. Eso no es bueno. Pienso viajar. Para viajar necesito dinero, para conseguir dinero trabajo, mas si trabajo no puedo viajar.

Ya intenté atropellar gatos, pero ellos son más rápidos y menos inocentes que los perros. Logré arrollar un gato la noche pasada, negro. Fue mucho más placentero que acertar un cachorro, porque me gustan los perros, pero odio a los gatos. Son criaturas sumamente irritantes. De niño, yo y mis amigos odiábamos a los gatos; sin embargo, recuerdo que a cualquier niño le gustaban los perros. Apenas a algunas chiquillas les agradan los gatos, no a todas. Detesté a los gatos tanto como a aquellos perros pequeños que parecen ratones, y a los poodles, sobre todo los pequeñitos, o los que tienen el pelo esculpido.

Leí que, en junio, un sujeto allá en los Estados Unidos golpeó a su perro hasta matarlo, porque lo sorprendió tratando de montar al otro de la casa. El tipo linchó al perro por gay. Después fue denunciado por la esposa, quien hacía mucho tiempo quería el divorcio de cualquier manera; lo condenaron a un año de prisión por asesinar a su propia mascota. Eran dos poodles. Dos poodles maricones. En verdad, ellos no eran homosexuales, sólo estoy bromeando; todos saben —en especial los veterinarios— que los canes machos algunas veces se montan encima de los otros para mostrar su superioridad. Es como el golpe bajo en el fútbol o la lucha jiu-jitsu. Nada como un poco de homoerotismo para exhibir que se tiene cojones. En fin, ese tipo fue preso por matar a su perro gay, y apuesto que sus compañeros de celda van a tener cosas interesantes que enseñarle al respecto de la homofobia.

En la facultad tuve una novia que había entrado el semestre pasado, creo. Muy legal ella, pero empezó con aquella fatídica serie de preguntas hechas por chicas más jóvenes, que hacen la misma carrera que uno. ¿Te está gustando el curso? No. ¿Por qué? Porque es una mierda, la publicidad es una mierda, y porque el diploma de publicidad y propaganda es más patético que un bistec de soja. ¿Y por qué estudias publicidad entonces? Porque era un tipo de diecisiete años al que le gustaba diseñar, ver filmes y escribir, incluso me impresionaba con nombres de materias como “Laboratorio de computación gráfica”, “Edición de video y cine”, “Creación publicitaria” y, después de una rápida desilusión, acabé permaneciendo en la carrera, puesto que me pareció una forma simple de conseguir un título. Pero, estás trabajando con publicidad, ¿no es así?, ¿por qué? Porque la gente tiene que laborar en algo, no hay otra manera, hace falta dinero y todo trabajo es la misma cosa, he aprendido a separar el trabajo remunerado de la vida real, de aquello que se hace en la casa una hora antes de dormir, o de lo que hacemos en nuestro corto tiempo libre, eso es lo que importa; en mi tiempo libre escribo, veo algunas películas, leo, bebo y duermo. Ahí advertí que a ella no le había agradado ni un poco lo que yo estaba diciendo, abrí una sonrisa y desdije todo, calma, estaba bromeando, jaja, publicidad es el canal, a veces las aulas pueden estar medio vacías pero enseguida consigues una buena práctica, ya sea en TV, radio, asesoría de prensa, agencia de publicidad, estudio de design, y sin duda, vas a considerar el trabajo como “sencillamente lo máximo”, al final estarás aprendiendo cosas que la facultad nunca te va a enseñar, cómo manipular una computadora, cambiar noches y fines de semana por una beca ridícula, esas cosas. En realidad, sólo dije hasta “sencillamente lo máximo”, después me quedé callado y el resto lo hablé conmigo mismo.

En mi cuadra hay un perro tuerto. Tiene sólo un ojo porque, una vez, un amigo mío le lanzó un ladrillo a la cara; sobrevivió de milagro, después de quedar con la cabeza semi-putrefacta un par de meses. Era horrible mirar aquel cachorro casi moribundo cada vez que subía la calle. Pero se recuperó y ahora deambula por ahí, tuerto. Los otros canes no se juntan con él, lo cual suscita compasión y todos saben que la compasión es uno de los sentimientos cultivados por los perros en general. Resolví atropellar ese cachorro.

Cuando tenía trece años, pasé frente a una puta en una calle de mala muerte del centro. No la había visto parada allí. Al pasar, ella me agarró del brazo y dijo vamos a hacer no sé qué, yo me esquivé y dije que no quería hacer ninguna porquería, entonces ella me mandó a la mierda y preguntó si estaba con miedo. Mujercita asquerosa, salí andando rápido. Por supuesto que tenía miedo, ¿qué pensó ella? Cuando doblé la esquina, un perro viejo me fue para arriba ladrando, tratando de morderme, perro hijo de puta, por primera y última vez hice daño a un can, lo chuté para que dejara de ladrar. Voló un par de metros y ahí quedó. Hoy el edificio de la empresa donde trabajo queda a tres cuadras de aquella esquina, ya he pasado por allí varias veces y no hay ni putas ni perros. Y yo no tengo más miedo de nada.

Conduje calle arriba con las luces encendidas y vi al perro tuerto en el medio, inmóvil, parecía un buey. Aceleré, él ni se tomó el trabajo de apartarse. Las dos cervezas reaccionaron diferente en mi estómago vacío, erré al perro, lo golpeé de lado, y salió corriendo desesperado, casi a rastras, pero sin emitir ni un sonido, hasta parecía sonreír. Dio algunas vueltas y disminuyó la velocidad hasta casi detenerse, entonces empezó a gañir. Apenas movía las patas delanteras. Me apenó, me arrepentí profundamente de haber intentado arrollar al perro tuerto. Detuve el auto y descendí. Me acerqué, tenía aplastadas las piernas traseras. Quité mi camisa de lana y recogí el perro. Lo coloqué en el asiento de pasajero y partí en dirección a una clínica veterinaria que conozco en Nonoai y tiene servicio 24 horas. Gañía en intervalos regulares, sin mucho alboroto, ensangrentando el asiento de mi carro, un Ford Fiesta que debía hacer quince kilómetros por litro pero apenas había recorrido once. Llegué al veterinario y toqué la campanilla, con el perro en el regazo, abrió una mujer de baja estatura, muy joven, vio al cachorro, partió apresurada, regresó y me condujo a un consultorio anexo a la casa. Echó al perro en la mesa y comenzó a hacer su trabajo. Preguntó si había sido yo quien atropelló, respondí que no, otro auto le pasó por encima y huyó, yo vi, el desgraciado seguro estaba borracho. Ella hizo un comentario sobre cachorros atropellados y empezó a llorar, mientras trataba de salvar al perro tuerto. Me dije que los veterinarios no deben llorar, ella tenía que haber visto cosas mucho peores, animales estripados, debe haber esterilizado decenas de perras, pasado pomadas pegajosas en horrendas enfermedades de piel. Médicos y veterinarios no deben llorar, lo ven todo y tienen que acostumbrarse, es su trabajo. Un amigo que estudiaba medicina en una ocasión salió ebrio, con premura, de una fiesta a las seis de la mañana. Le pregunté a dónde iba y respondió riendo que necesitaba ir corriendo para el Hospital de Urgencias a coser a unos borrachos. Varios amigos míos ya habrían necesitado ser suturados al final de la madrugada por practicantes de medicina, en la oreja, el mentón, la ceja. De hecho, todos estaban borrachos. Pero eso no es cosa que un médico diga.

Es curioso notar las distintas formas de morir, el gradiente completo entre resignación y desespero. Al extremo de la resignación, pensemos en un perro muriendo de viejo. Se retira a un rincón, bajo un arbusto y queda en silencio, con los ojos tristes, gruñendo a cualquier ser vivo que se aproxime, hasta que muere, tendido. En el extremo del desespero, no se puede evitar pensar en un puerco siendo carneado. Los cerdos cuando son sacrificados berrean enloquecidamente hasta el último instante posible. Es un espectáculo chocante, pero inspirador. En cambio las ovejas mueren siempre en silencio, incluso en la punta del cuchillo. Mueren con el orgullo que ningún hombre jamás tendrá al instante de su muerte. Los elefantes mueren de la forma más racional: van hasta el cementerio de los elefantes, a morir resignados, ahorrando a los vivos la imagen de su muerte; los seres humanos, de la más irracional: van a para un hospital, a arrancar moribundos e inútiles momentos a la vida, multiplicando el dolor de todos los implicados, alimentando la angustia de todos nosotros.

El perro tuerto expiró en los brazos de la veterinaria. A la mañana siguiente, noté sangre en mi parachoques, la limpié con la manguera antes de ir para el trabajo, podría malinterpretarse.

Hoy voy a preguntarle a mi jefe cuándo puedo coger unas vacaciones, porque cuando esté de vacaciones voy a viajar, bañarme en el mar y leer más libros, eso es necesario para aliviar las tensiones y, creo yo, para mantener la higiene también.

Traducción del portugués por Denis Gómez García

Daniel Galera

Nació en 1979 en São Paulo, aunque creció en Porto Alegre. Ha publicado cuentos, novelas y novela gráfica. Ganó el Premio Machado de Assis de la Fundación Biblioteca Nacional en 2008 con la novela Cordilheira. Mãos de cavalo, de 2006, fue traducida al italiano, francés y español y publicada en Argentina por la editorial Interzona. Actualmente vive en Porto Alegre. Dice de sí mismo: “Escribo porque leo. Desde niño la lectura me recompensaba como pocas otras cosas. En algún momento de una adolescencia introspectiva, movido por la necesidad de expresión que todos tenemos, me arriesgué a intentar crear el tipo de narrativa que tanto me conmovía y descubrí que aquél era mi lenguaje. La escritura es el compromiso con esa afinidad. Quisiera escribir sobre cualquier cosa que rebase nuestra disposición-modelo de ver el mundo, que es instintiva, narcisista y pragmática. Por ejemplo: vale la pena narrar lo que es gracioso, inútil, perturbador, imposible o bello. Lo que nos hace pensar en la vida de los otros y en la muerte. No tengo ninguna relación especial con Brasil. Si eso se refleja en lo que escribo es exactamente por medio de una ausencia. Los barrios, y las ciudades y los paisajes en que viví experiencias decisivas me conmueven y desempeñan un papel significativo en mi ficción, pero Brasil no. Quizá por ser un país grande, variado y genérico en exceso”.