Cuento

Un río de palabras

Agustín Fernández Paz

El que da una palabra da un don
José Ángel Valente

Al principio ni siquiera estaba seguro de que se tratase de una buena idea. Se me ocurrió mientras contemplaba uno de esos papeles con anuncios de todo tipo que la gente pega en los lugares más frecuentados. Cualquier persona que viva en una ciudad está harta de verlos, aunque para leer su contenido haya que acercarse bastante a ellos, porque casi siempre están escritos en letra muy pequeña: “Se ofrece señora por horas para cuidar niños”. “Sacamos a pasear a tu perro”. “Cerrajeros, 24 horas”. “Licenciada da clases particulares de Matemáticas”… Es fácil distinguirlos, pues, por la parte inferior, el papel siempre está cortado formando tiras donde aparece el teléfono al que hay que llamar. Yo creía que nadie les hacía caso, pero cambié de opinión al observar que, de muchos de ellos, desaparecían casi todos los tiques con los teléfonos a las pocas horas.

Así que entra dentro de la lógica que se me ocurriera algo parecido cuando volví a encontrarme con uno de esos libros que me alborotan el corazón y me devuelven la alegría de vivir. Al acabarlo, me asaltó otra vez el deseo que siempre siento en esos casos: telefonear a los amigos, salir a gritar en medio de la calle, proclamarlo a todo el mundo. Decirle a la gente que no puede seguir viviendo sin leer un libro así, hay demasiada belleza en él para ignorarlo.

La idea se me ocurrió casi espontáneamente. Aún no era del todo consciente de lo que quería hacer, cuando ya estaba delante del ordenador, copiando las primeras líneas de aquella narración que me había tenido absorto en los días anteriores. Lo hice con una letra de cuerpo veinte y un interlineado generoso, de ningún modo quería que el texto pasase desapercibido entre los otros papeles:

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo.

Imprimí veinte hojas, en papel de color azul. Después tuve que recortar a mano las tiras de la parte inferior; fue un trabajo laborioso, pero valió la pena. En ellas, en vez del número de teléfono, escribí el título del libro y el nombre de su autor. Si a alguien le interesaba la historia que se escondía detrás de aquellas pocas líneas, allí tenía el hilo que le permitiría entrar en ella y descubrir sus maravillas.

Pegué las hojas por todo el barrio. Como sentía un poco de vergüenza, me levanté temprano y las coloqué de madrugada, antes de acudir al trabajo. Al volver de la oficina, lo primero que hice fue recorrer los lugares donde había dejado los papeles. El corazón se me fue llenando de optimismo a medida que veía cortadas la mayor parte de las tiras. Era más de lo que yo esperaba, la señal inequívoca de que mis mensajes estaban ya en manos de otras personas desconocidas.

Animado por el éxito, decidí probar de nuevo. Esta vez elegí las líneas iniciales de uno de esos libros que releo cada cierto tiempo, para revivir de nuevo la emoción tan intensa que sentí la primera vez:

Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la Luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas casi no lo consigo. Poco a poco, vi como mi dinero iba menguando hasta quedar reducido a cero; perdí el apartamento; acabé viviendo en las calles. De no haber sido por una chica que se llamaba Kitty Wu, probablemente me habría muerto de hambre.

Pronto comprobé que los tiques de mis hojas desaparecían al poco tiempo de distribuirlas. ¡El sistema funcionaba! Seguí colocando nuevos textos cada tres o cuatro días, pues quería dejar el tiempo suficiente para que se pudiera asimilar el efecto que produciría cada uno. Cuando llegué a la décima hoja, decidí hacer algo especial. Elegí un papel de mayor calidad y, tras muchas dudas, seleccioné el comienzo de un libro que me había dejado marcado desde el año, ya distante, en que lo había leído por primera vez:

Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.

A la mañana siguiente, cuando salí a colocar mis carteles, descubrí con asombro que alguien había pegado otros semejantes. Sentí una emoción irrefrenable, mayor aún cuando comprobé que aquella anónima persona se había atrevido con la poesía, dándole así una buena lección a todos los que, equivocadamente, afirman que es un género minoritario:

Lo dejaría todo,
todo lo tiraría:
los precios, los catálogos,
el azul del océano en los mapas,
los días y sus noches,
los telegramas viejos
y un amor.
Tú, que no eres mi amor,
¡si me llamaras!

No solo arranqué una tira, sino que, después de pegar también mis hojas, me mantuve vigilante todo el día, para ver cómo era recibida la nueva propuesta. La recepción que tuvo fue extraordinaria, pues los tiques volaron con mayor rapidez que otras veces. ¡Me sentía exultante! Ahora sabía que cerca de mí había una persona dispuesta a compartir la emoción que ella también sentía al leer alguno de esos libros que nos iluminan la vida.

Claro que la mayor sorpresa la recibí el lunes siguiente. Cuando me levanté para colocar las hojas de un nuevo texto, me encontré con que las calles aparecían completamente cubiertas de papeles de colores: en las esquinas de las paredes, en las farolas, en las puertas de los comercios, en los semáforos, en la parada del autobús… Todo el barrio estaba inundado de textos magníficos y de tiques que colgaban tentadores bajo ellos, como los frutos maduros de árboles exóticos.

No sé si este milagro durará siempre o será solo una pasión de otoño que desaparecerá con la llegada de la lluvia. Pero algo me dice que no es flor de un día, pues hay cosas que, como la bola de nieve que rueda montaña abajo, solo precisan del impulso inicial para que comiencen a crecer. ¿Quién sabe? Quizá esta epidemia se extienda a la ciudad entera, quizá acaben siendo miles las personas que se animen a inundar las calles con ríos de palabras. Y entre ellas, me lo dice el corazón, estará también la mujer que aguardo, ese desconocido amor con quien espero poder compartir todos y cada uno de los días de mi vida.

Agustín Fernández Paz

Narrador español. Es uno de los escritores más conocidos y valorados en el ámbito de la literatura infantil y juvenil, en Galicia y en el resto de España. Es autor de más de cuarenta y cinco títulos. Sus libros, escritos en gallego, se traducen a las otras lenguas españolas: castellano, catalán y eusquera, además del coreano, portugués, francés, árabe e italiano. Trabajó como docente y desarrolla actividades de promoción de la lectura, el fomento de la lengua gallega en un contexto bilingüe y la didáctica de la lengua. Sus libros han obtenido, entre otros, los premios Lazarillo, Barco de Vapor, Edebé Infantil. Ha sido reconocido dos veces como el mejor autor del año y ha obtenido en dos ocasiones el premio al mejor libro infantil. Lo único que queda es el amor obtuvo en 2008 el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil que concede el Ministerio de Cultura de España. Otros títulos: Cartas de invierno, Trece años de Blanca, Las hadas verdes.