Cuento

El letrado y el fantasma

 

Charles Dickens

Conocí a un hombre —déjenme ver— hará como cuarenta años, que alquiló un viejo, húmedo y humilde conjunto de despachos, que llevaban cerrados y vacíos muchísimos años, en uno de los edificios más antiguos de la ciudad. Corrían toda clase de historias sobre aquel lugar y, desde luego, ninguna de ellas era demasiado jovial. Sin embargo, aquel hombre era pobre y las habitaciones eran baratas, razón que a él le bastaba aunque hubiesen sido diez veces peores de lo que ya eran.

Ocurrió que este hombre se vio forzado a quedarse con algunos muebles desvencijados que habían quedado allí abandonados. Entre todos ellos, destacaba un enorme y pesado armario de vitrina como los que suelen utilizarse para archivar papeles. Tenía unas grandes puertas acristaladas, cubiertas en el interior por cortinas verdes. Ciertamente, se trataba de un cachivache bastante inútil para su nuevo dueño, puesto que éste no tenía papeles que guardar; en cuanto a su ropa, no tenía más que lo puesto y tampoco tenía necesidad de procurarse un lugar dónde colocarla.

Pues bien, ya había terminado de trasladar allí todos sus muebles —que no llegaron ni a ocupar un carro completo— y los había desperdigado por la habitación para hacer que aquellas cuatro sillas que tenía pareciesen una docena. Estaba aquella misma noche el hombre sentado frente al fuego pensando en los dos galones de whisky que había adquirido a crédito —y preguntándose si alguna vez llegaría a pagarlos y, en caso afirmativo, cuántos años tardaría en hacerlo—, cuando su mirada fue a posarse como por casualidad en las acristaladas puertas de la vitrina.

—Ah —suspiró—, si no me hubiese visto obligado a aceptar ese adefesio al precio que fijó el viejo casero, podría haber conseguido algo mejor por ese dinero. Te diré lo que te habría pasado, viejo trasto —no teniendo nadie con quien hacerlo, hablaba en voz alta a la vitrina—. Si no fuese por el gran esfuerzo que me costaría hacer pedazos tu vieja estructura, te utilizaría para alimentar el fuego.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando un sonido que se asemejaba a un débil gemido pareció salir del interior del armario. Aquello le sobresaltó al principio pero, tras reflexionar unos instantes, pensó que debía de tratarse de algún jovenzuelo que hubiera entrado en el despacho contiguo, y que estuviese volviendo de cenar. Colocó los pies sobre la rejilla de la chimenea y tomó el atizador con intención de remover las brasas.

En ese momento volvió a escuchar el ruido, y se asustó. Al mismo tiempo, una de las puertas de cristal del armario comenzó a abrirse lentamente, dando paso a una figura pálida y demacrada, vestida con unos manchados ropajes hechos jirones y que permanecía muy erguida dentro de la vitrina.

Se trataba de una figura delgada y alta. Su rostro expresaba preocupación y angustia, pero había una apariencia de algo inefable en su tono de piel, en su extrema delgadez y en su aspecto sobrenatural.

—¿Quién es usted? —dijo el nuevo inquilino, poniéndose muy pálido y blandiendo el atizador (por si acaso) mientras apuntaba directamente al rostro de la figura—. ¿Quién es?

—No intente arrojarme ese atizador —respondió la figura—. Aunque me lo lanzase con la mayor puntería, pasaría a través de mí, sin encontrar resistencia, e iría a clavarse en la madera que tengo detrás. Soy un espíritu.

—Dígame, ¿y qué busca aquí? —dijo entrecortadamente el inquilino.

—Sepa que en esta habitación —respondió la aparición— se gestó mi desgracia, y la ruina de mis hijos y la mía. En esta vitrina fueron acumulándose, durante años, los legajos de una demanda interminable. En esta habitación, cuando yo ya había muerto de pena y de esperanzas largamente postergadas, dos taimadas arpías se dividieron las riquezas por las que yo había estado pleiteando durante toda una vida plagada de estrecheces, y de las cuales, finalmente, ni un solo penique fue a parar a mis descendientes. Me dediqué a aterrorizarlas inmediatamente, claro está, y desde aquel día he merodeado por la noche (el único periodo durante el que puedo volver a este mundo) alrededor de los escenarios de mi prolongada miseria. Estos aposentos son míos: ¡márchese y déjeme en paz!

—Si insiste en aparecerse por aquí —dijo el inquilino, quien había conseguido reunir algo de valor y de presencia de ánimo mientras el fantasma pronunciaba su prosaico discurso—, le dejaré que lo haga con el mayor placer, pero antes me gustaría hacerle un par de preguntas, si usted me lo permite.

—Adelante —dijo la aparición severamente.

—Bueno— dijo el arrendatario—. No es que sea mi intención dirigir esta observación a usted en particular, puesto que es igualmente aplicable a la mayor parte de los fantasmas de los que he oído hablar, pero me resulta de algún modo inconsistente que, teniendo como ustedes tienen, la posibilidad de visitar los mejores parajes de la tierra (ya que supongo que el espacio no significa nada para ustedes), siempre insistan en regresar a los lugares donde justamente fueron más desgraciados.

—Ehhh… eso es muy cierto; nunca había pensado en ello antes —respondió el fantasma.

—Como puede usted ver, señor —continuó el inquilino—, ésta es una habitación de lo más incómoda y desangelada. Por el aspecto de esa vitrina, me atrevería a decir que no está del todo libre de insectos y demás sabandijas, y en realidad creo que, si usted se lo propusiera, podría encontrar aposentos mucho más agradables; por no hablar del clima tan desapacible que tenemos en Londres…

—Tiene usted mucha razón, señor —replicó educadamente el espectro—. No me había dado cuenta hasta ahora. Creo que cambiaré de aires. —Y, dicho esto, comenzó a desvanecerse; es más, mientras decía esto sus piernas ya habían desaparecido casi del todo.

—Y señor —dijo el inquilino intentando llamar su atención antes de que se fuera definitivamente—, si tuviese usted la bondad de sugerirles a las otras damas y caballeros que se encuentran ahora ocupados en hechizar viejas mansiones vacías, que estarían mucho más a gusto en cualquier otro lugar, le prestaría usted un gran servicio a nuestra sociedad.

—Lo haré —respondió el fantasma ya con un hilillo de voz—; debemos de ser gente bastante aburrida, ahora que lo dice; es más, muy monótonos; no consigo imaginarme cómo podemos haber sido tan estúpidos.

Con estas palabras, el espíritu se esfumó y, cosa sorprendente, nunca más volvió a aparecerse a nadie.

Charles Dickens

Nació en Portsmouth, Inglaterra, en 1812, en el seno de una familia humilde. Su padre fue encarcelado por problemas de deudas, obligando a Dickens a buscar trabajo, aún niño, en una fábrica de tintes. Sus experiencias le inspirarían, años después, la novela David Copperfield (1850). Su nombre como escritor comenzó a adquirir notoriedad con una serie de relatos en los que describía la vida cotidiana de Londres, con un tono de ironía y humor, recogidos con el título de Los apuntes de Boz (1836), su primera obra publicada. En 1843 publica el famoso Cuento de Navidad, adaptada en innumerables ocasiones al cine, el teatro y la televisión. Otras obras destacadas en la producción de Dickens serían Grandes esperanzas (1861), Tiempos difíciles (1854) e Historia de dos ciudades (1859). Además de novelas, Dickens trabajó como articulista en varios periódicos y como editor de semanarios. Escribió también libros de viajes (Notas americanas, 1842), y mantuvo una compañía de teatro en la que adaptaba sus propias obras.