Novela

A los rusos les gustan los abedules

Olga Grjasnowa

I

No quería que empezara el día. Quería quedarme en la cama y seguir durmiendo, pero por las ventanas abiertas de la habitación entraban las risas de los vendedores de verdura y el traqueteo de los tranvías. Nuestro piso no estaba muy lejos de la estación central, y eso significaba ante todo que en nuestro barrio había calles enteras que era mejor evitar, con pequeños supermercados de descuento y cines porno enormes. Ahí vivíamos nosotros, entre una lavandería china y un centro juvenil alternativo, frecuentado por gente que solía orinar en la entrada de nuestro edificio. El piso era viejo y estaba destartalado, pero era económico. Todas las mañanas, hacia las cinco, los padres, hermanos y primos descargaban sus furgonetas debajo de nuestras ventanas, cerraban las puertas dando portazos, montaban sus puestos, bebían té, asaban mazorcas de maíz y esperaban a que la calle se llenara y a poder alabar su fruta con una cantinela automatizada. Yo me esforzaba por seguir sus conversaciones, pero normalmente sólo pescaba algún que otro retazo o volvía a dormirme.

Elías estaba tumbado a mi lado: inquieto, con la boca ligeramente entreabierta, movimientos rápidos en los párpados, el vientre subiendo y bajando de manera irregular.

—¡Te mataré, maricón de mierda!— gritó un borracho debajo de nuestro balcón.

Los vendedores de fruta se rieron de él y siguieron escupiendo cáscaras de pipas de girasol en la calle.

Elías se despertó, se volvió hacia mí y apoyó la cabeza en mi vientre sin haber abierto los ojos. Sus manos buscaron las mías. Permanecimos enlazados hasta que un despertador ajeno zumbó al otro lado de la pared y mi mano comenzó a dormirse bajo el peso de Elías. Cuando dejé de notarla, me levanté y fui a ducharme.

La cocina estaba abarrotada de cacharros del día anterior; encima de los fogones había ollas y sartenes con bordes resecos, y en la encimera se amontonaban platos y copas de vino medio llenas. El aire olía a polución y se pegaba a la piel como el jarabe. Sería el día más caluroso del año.

Elías estaba sentado a la mesa de la cocina, con una cucharada de muesli en la mano derecha, migas encima del plato y medio panecillo blanco debajo de una capa de mermelada roja oscura. Me senté frente a él, cogí el periódico y contemplé su rostro en vez de ponerme a leer. Tenía unos pómulos marcados, ojos grises azulados y pestañas oscuras, un poquito cortas. Elías era guapo, de una belleza aniñada. Su guapura lo fastidiaba, decía que la gente no lo retendría en la memoria como persona, sino como a alguien que se parecía a un actor cuyo nombre no recordaban. Sin embargo, no era su belleza lo que tanto impactaba, sino su amabilidad intuitiva: con las dependientas impacientes, que de repente dejaban de mirar la hora, con las colegialas y sus risitas, con las asistentes de los médicos, con las bibliotecarias y, sobre todo, conmigo. Rasgos de embaucador, decía mi madre. Pero ella lo quería precisamente por esos rasgos y porque, por alguna razón, Elías sabía comportarse como es debido en una familia oriental.

Se echó café en el muesli. El blanco se diluyó en el marrón, en la superficie flotaban unas pasas. Sobre la mesa de la cocina, debajo del periódico, había un libro abierto desde el que me miraba interrogativa una cabeza de pescado. Cerré el libro.

—¡Eres vegetariano! ¿O ya lo has olvidado? —dije bromeando.

—Al menos yo lo consulto antes de meter algo en el horno —contestó, picado.

Se refería a la noche anterior: yo había intentado hacer una quiche porque quería probar cómo me quedaba la palabra “quiche” en la práctica del idioma. Como si fuera una actriz francesa que interpretaba a un ama de casa francesa que espera a su amante francés, el cual regresa inválido de la guerra, y le prepara una quiche y todavía no sabe qué miembro ha perdido. “Quiche” le sentaba bien a mi lengua y a mí me gustaba su género gramatical. Había comprado pasta brisa congelada, que después resultó ser pasta brisa dulce, y la quiche quedó incomestible. En Francia, esa pasta no era ni dulce ni salada. A pesar de todo, Elías se comió la quiche, aunque yo no había insistido en esa gentileza; pero él seguía padeciendo la educación recibida. Cada vez que tomaba un bocado, lo engullía enseguida con agua.

—¿Has visto mis rodilleras? —preguntó Elías mientras yo revolvía el frigorífico en busca de la quiche.

—¿Has visto la cena? —pregunté yo.

—La he congelado.

—¿Qué?

—Pensaba que no te la comerías.

—Y que siempre tengas que dártelas de alemán compasivo —dije, a lo cual Elías sonrió burlón, me alcanzó la leche y el muesli, y fue a buscarme un tazón del estante.

Me senté y ordené mis cosas de estudio —bloc de notas, listas de vocabulario, fichas y diccionarios que memorizaba de la A a la Z— en una pila. Cuando Elías volvió a la mesa, me besó con dulzura en el nacimiento del pelo y repitió:

—¿Has visto mis rodilleras?

—Ya te lo he dicho.

—Como siempre cambias las cosas de sitio.

—Ni idea de dónde están —dije.

Retiró los cacharros sucios y los puso con cuidado en el fregadero, procurando que los platos no se tocaran.

—¿Desde cuándo juegas a fútbol? ¿Y con quién? —pregunté.

—Antes jugaba.

—Seguro que te rompes algo.

—¿Hay que ser de origen inmigrante para jugar al fútbol? —preguntó mirándome a los ojos.

—¿Ya vuelves a usar esa expresión?

Intenté que la voz me sonara irónica, pero no lo conseguí. Siempre que leía o escuchaba aquella expresión, notaba que me subía la bilis. Únicamente era peor con el adjetivo “post-emigrante”. Sobre todo odiaba las discusiones relacionadas con ello, no sólo las de carácter público, sino también entre Elías y yo. En esas conversaciones, nunca se decía nada nuevo, pero el tono era moralizante y vehemente. Uno de los dos provocaba la disputa, luego nos enzarzábamos en afirmaciones y reproches.

Elías me recriminaba mi hermetismo y yo a él su insistencia; en ese punto, él solía pasar de lo general a lo específico. Elías parecía ofendido, me acerqué a él y me puso las manos en las caderas. En la barbilla tenía un único pelo, rubio oscuro. Apoyó la cabeza sobre mi hombro, yo lo besé en el cuello, deslicé la rodilla derecha entre sus piernas y me desabroché un poco el vestido veraniego, pero Elías meneó la cabeza y me susurró al oído:

—Voy a llegar tarde.

Di un manotazo sobre la encimera, Elías me dirigió una mirada cargada de reproche y dijo:

—No te lo tomes así.

—Mi abuela decía que siempre hay que tener una muda limpia a mano.

—¿Por qué?

—Por si pasa algo.

—Estás chalada. Tengo que irme.

Cuando Elías se fue, lo acompañé hasta el rellano y observé cómo bajaba corriendo las escaleras. Solía saltarlas de dos en dos, a veces también de tres en tres. Nunca andaba, corría y saltaba. Me serví un café y me puse a estudiar.

Traducción de Lidia Álvarez Grifoll

Olga Grjasnowa

Nació en Bakú, Azerbaiyán, donde vivió hasta 1996, año en que emigró a Alemania junto con su familia. Estudió escritura en prosa y dramática en el Deutsches Literaturinstitut de Leipzig, con varias estancias semestrales en centros extranjeros como la Universidad de Varsovia y el Instituto Maxim Gorki de Literatura y Escritura Creativa de Moscú. Su obra ha aparecido publicada en diversas revistas y antologías. Después ha desarrollado también una labor interdisciplinaria en el campo artístico de las tecnologías multimedia. Ha recibido numerosos premios y becas.