Cuento

Vietnam

Mariño González

Nunca fui un hombre sensual.

Soy más bien bajito y de tipo común. Me refugio en los números para no preocuparme por mis músculos o mi estado de salud. A todas luces, soy un holgazán. Eso pensaba mi padre y, a fuerza de tanta repetición, terminé por opinar lo mismo: las matemáticas son para vagos que nada esperan de la vida. La diferencia es que él solía terminar su sentencia con imperativos que, al paso de los años, fueron cambiando: “sal a la calle y consíguete una novia”, “deja esa carrera y estudia medicina”, “busca un trabajo decente”, “aléjate ahora mismo de mi vista”.

Terminé la universidad con relativa facilidad. No es que fuera un dotado o que mi inteligencia opacara la de mis compañeros. Lo que sucedió es que pasé inadvertido: lejos de las fiestas, sin amigos y logrando el puntaje justo para graduarme al primer intento.

He dicho que no soy sensual y auguro que nunca lo seré. Por eso no dejaba de sorprenderme que Nadia siguiera conmigo. Ella es una mujer hermosa. Más de metro y medio de estatura, piel blanca, cabello negro y escotes pronunciados: ésa es Nadia.

Su amor por mí no era desmedido y me intrigaba que insistiera tanto con el asunto del matrimonio. Cada vez que tocaba el tema, mi reacción natural era sellar la boca y abalanzar la vista sobre su siempre reconfortante escote. En lo único que pensaba era en llevármela a la cama.

Como las últimas semanas, estábamos en un café al aire libre situado en una de tantas plazas del centro de la ciudad, que frecuentábamos por lo barato del servicio. Mientras Nadia insistía que le respondiera (“deja de mirarme las tetas y contéstame, Anselmo”), un mesero tropezó y vertió un poco de jugo sobre el vestido de mi novia. Estuve a punto de besar al hombre. Nadia se levantó, furiosa, y se dirigió al tocador dedicándome una mirada furibunda. Yo evadí su enojo con una sonrisa. “Espero que cuando regrese me contestes”, me dijo. “Y tú, pendejo, no esperes una buena propina”, le espetó al empleado. La verdad era que nunca dejábamos propina.

Cuando la conocí, Nadia quería ser modelo, pero su estatura nunca se lo permitió. Ahora trabajaba en la televisión local, donde se encargaba de dar, cada mañana, los pronósticos del clima. Tenía todas sus esperanzas puestas en la posibilidad de colarse noticiero vespertino.

Nos hicimos amigos porque ella quería darle celos a su novio y qué mejor que hacerlo con un tipo de apariencia tan detestable como la mía. Pero se enamoró de mí —insisto: no sé la razón— y yo vi en ella la oportunidad para salir de la soltería.

Antes de Nadia, yo había estado con una estudiante de odontología, una psicóloga y una matemática. No hay gente más aburrida que los matemáticos. Me incluyo, por supuesto, en la generalización.

Podía imaginarme claramente una vida con Nadia, con todo y las escenas de celos que cada cierto tiempo le armaría debido a mi falta de seguridad. Ella, por su parte, no tenía que preocuparse de nada.

La verdad de mis negativas no formuladas no era otra que la insolvencia económica que padecía y padezco aún. Ella quería una gran vida —alfombras, muebles, aparatos electrodomésticos y arte por doquier— y yo me contentaba con un cuartucho, lápices y papel. Ella me quería sólo para ella y yo sabía que ella nunca sería sólo para mí.

Nadia regresó del baño y, cuando pasó cerca de un árbol cuyo tronco se erguía a través de una reja de metal, una rata asomó, oronda, por la jardinera. Parecía que se tratara de una clienta más del café.

La diferencia es que los meseros, en vez de apresurarse a prestarle servicio, prorrumpieron en gritos que obligaron al roedor a escabullirse de nuevo en su madriguera, situada bajo las raíces del árbol. Nadia también lanzó varios alaridos, haciendo de solista principal para aquel extraño coro que se formó —con menos fortuna que coordinación— a causa de la rata. Cuando llegó a la mesa, no pude contener la carcajada.

—¿Y tú de qué te ríes, pendejo? —me preguntó, utilizando uno de sus insultos favoritos. Las pocas personas que estaban en el café comenzaron a retirarse, supongo que por culpa del roedor, que para ese instante ya gozaba de todas mi simpatías—. ¿Te vas a casar conmigo o no, Anselmo?

—¿Sabes por qué me hice matemático? —evadí.

—Será porque eres un bueno para nada. No puedes enfrentar la realidad y te escondes detrás de multiplicaciones, divisiones y raíces cuadradas —respondió. Sonaba como mi padre. Ahí estaba la respuesta, sólo que no me atrevía a formularla: “No me caso contigo, Nadia, porque eres como mi padre. Está mal visto que los hombres se casen con sus padres”.

—No. Estudié matemáticas para no tener que cargar bultos y para abstenerme de cualquier clase de ejercicio. ¿Ves esa rata? —indiqué con la cabeza al roedor que, de nuevo, intentaba salir de la jardinera. Nadia asintió, aburrida—. Estoy seguro que no podría darle caza. Imagina que un día se nos viene una legión de roedores y no puedo protegerte. No me lo perdonaría nunca. Además, ni siquiera soy bien parecido y a estas alturas la verdad es que no sé qué es lo que observas en mí.

—Anselmo, deja ya de decir tonterías. No te sientes ahí, con tu sonrisa de sabelotodo, a decirme que no te casas conmigo por culpa de una rata.

—Pues sí. Eso y el asunto del dinero —maticé.

—Dinero, fealdad, ratas. No sé cómo te soporto.

Para ese momento, los empleados del café ya habían recogido las mesas y sólo quedaba en la enorme plaza la que usábamos Nadia y yo. El dueño del lugar y sus subordinados organizaron un corro para analizar las estrategias que habrían de seguir en la cacería de la rata.

Si estuviéramos en Vietnam, pensé, los cuatro meseros podrían vender el kilo de carne de rata en treinta centavos. Debido a la pequeñez de ésta (no parecía bien alimentada), obtendrían tan sólo quince centavos. Si cazaran dos ratas diarias, en promedio, cada uno de ellos ganaría 27 dólares con 35 centavos al año. No era un buen negocio.

El grito de Nadia me sobresaltó. La rata pasó, frenética, por nuestra mesa. Uno de los jóvenes lanzó la escoba con tan mala puntería que atinó justo en la nariz de Nadia, quien se explayó en groserías y gestos de odio hacía el inexperto cazarratas.

Reí.

—Anselmo, eres un pendejo —insistió Nadia—. No quiero volver a verte jamás. —En un despliegue de elegancia tomó sus cosas (un bolsillo negro de piel, una gabardina roja con capucha y una agenda con motivos florales), les gritó “idiotas” a los empleados y se largó. Después de que Nadia partió del café, el dueño del establecimiento se acercó para pedirme disculpas. Platicamos cerca de dos horas sobre mujeres, ratas, música y matemáticas. Al final, se ofreció a darme empleo y yo acepté. Era hora de ganar un poco de dinero.

Fui mesero del café Navarra —así se llamaba— durante siete meses, al término de los cuales decidí hacer algo con mi vida. Busqué a Nadia en su casa, situada en la zona rica de la ciudad. Le pedí matrimonio y ella, curiosamente, accedió (el episodio no es digno de ser consignado. Sé que rompió por lo menos cuatro corazones).

Como no podemos tener hijos —“sus soldaditos se baten en retirada en vez de enfrentarse al enemigo—, me dijo el especialista en una suerte de analogía perversa—, hemos planeado viajar a Vietnam con nuestros ahorros, sus ahorros. Hoy por la mañana, Nadia pronosticó que habrá viento y amplias posibilidades de lluvia. Yo comienzo a pensar que las matemáticas no sirven para nada.

Mariño González

Narrador y periodista mexicano. Nació en Guadalajara en 1977. Egresado de la carrera en Ciencias de la Comunicación, trabaja como periodista desde hace más de diez años. Laboró en el diario Público-Milenio, donde se desempeñó como reportero, columnista y, desde 2007, editor de la sección Cultura. En el periodo 2006-2007, su proyecto Pésimas personas contó con una beca del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico. Es autor del volumen de cuentos Vietnam (Ediciones Arlequín/Universidad de Guadalajara, 2005). Relatos suyos han sido incluidos en las antologías ¿Quién despertará al final de mi sueño? (Rayuela, 2007), Cruce de líneas (Paraíso Perdido, 2007) y El futuro no es nuestro (publicada por la revista virtual Pie de Página). Un ensayo suyo, “Topógrafo de la sordidez”, apareció en Acercamientos a Rubem Fonseca. Premio Juan Rulfo 2003 (UdeG, 2003).