Cuento

Tempestad

Benito Taibo

Llueve.

La mujer debajo del farol se tapa la cabeza con un periódico mientras cae sobre ella toda el agua del mundo. No está contenta. Mira una y otra vez las luces de los autos que se acercan y aparece en su cara, cuando los faros la iluminan, un pequeño destello de esperanza, para inmediatamente dar paso al mohín de disgusto que ha marcado su rostro los últimos veinte minutos al descubrir que ése que viene no es a quien espera y que pasa de largo.

Está empapada.

El periódico se está deshaciendo entre sus manos y sobre el pelo. Ya van dos veces que los coches pasan tan cerca, sobre el inmenso charco que se ha hecho a sus pies, que la sumergen en un torrente de líquidos oscuros.

Yo estoy mirándola por la ventana, tengo doce años y unas inmensas ganas de bajar a ofrecerle una toalla blanca y limpia de las que están guardadas en el clóset del fondo del pasillo.

El aguacero arrecia. Ella ha optado por soltar el periódico y recibir la lluvia de manera franca y resignada. Tiene trozos de la sección de deportes en los hombros de la gabardina beige que ahora es mucho más oscura, un jugador de fut se le deshace en la manga.

Las coladeras de la ciudad de México siempre están tapadas. Por eso cada lluvia, por pequeña que sea, convierte las calles en ríos, devolviéndole su calidad fluvial a la antigua capital del imperio mexica.

Me da una enorme tristeza. La han dejado plantada. Los minutos pasan y la lluvia me impide ver las lágrimas que seguramente, también como el agua, inundan sus mejillas.

No viene nadie por ella.

El nivel del torrente ha subido tanto que ya está por encima de sus tobillos. La muchacha intenta mirar sus zapatos hundidos en el agua y una sonrisa resignada, como una mueca, atraviesa su rostro.

Llueve. Y el pavimento ha desaparecido en la corriente.

A lo lejos se ve una antorcha que avanza por el medio de la calle, zigzagueante. El agua no la apaga, es como si por lo contrario, el fuego se avivara, se volviera más poderoso. Ella pone una mano a modo de visera sobre los ojos intentando descifrar el misterio. Ya es una crecida extraordinaria. La mujer se sostiene con los dos brazos de un poste de luz mientras el líquido le llega a las rodillas, haciendo flotar los volantes de su vestido verde con flores estampadas, el pánico comienza a apoderarse de su rostro. Yo debería hablarle a los bomberos, pero la llama al final de la calle me detiene.

Ya está la luz en la bocacalle. Sigue la tea imperturbable, tremendamente ágil abriéndose paso entre las ramas, basura que flota, un puesto de periódicos a la deriva, una bicicleta sin dueño que es arrastrada por la fuerza implacable del diluvio.

Casi llega hasta donde ella se aferra al poste que se ha vuelto asidero a la vida.

Veo entonces una góndola negra y enorme, de madera bruñida, que en el frente lleva un león rampante de bronce que refulge bajo la poderosa exhalación del fuego de la antorcha que corona su proa. Quien la guía, magistralmente, es un hombretón de barba grisácea y camisa de rayas horizontales azules y blancas; lleva un sombrerito de paja con una cinta azul al frente y tres estrellas bordadas en plata.

Maniobrando elegantemente se pone junto al poste.

Ella tiene la boca abierta. Yo también.

En el centro de la góndola hay una casetita de madera que tiene ventanas a los lados y visillos de brocado. De allí sale un hombre de turbante color rojo sangre que se incorpora sonriente. Lleva una kurta del mismo color y una espada enorme a la cintura. Al levantarse se nota que es muy alto, musculoso. A pesar de la cortina de agua, noto claramente que tiene la tez bronceada de los nativos de Malasia, una barba de candado y unos ojos que refulgen como el fuego mismo.

Se acerca a la muchacha y le tiende elegantemente una mano. Ella mira hacia todos lados intentando encontrar la salida de esa obra de teatro a la que no ha sido invitada.

La góndola sigue allí, quieta. Como si poderosos imanes la mantuvieran contra el suelo, ese suelo que ya no se ve bajo el agua oscura y amenazante.

La muchacha duda un instante. Tiende su mano al aire, él la toma y con un ágil movimiento la hace abordar, salvándola.

Y pasando un brazo por sobre sus hombros, la introduce a la cabina.

El gondolero comienza a mover su pértiga con fuerza y la nave retoma el centro del canal en que se ha convertido la calle. Parece que va cantando. Estoy a punto de abrir la ventana para oírlo, cuando, desde la cocina, mi tío grita:

—¡Ya casi está la cena! ¿Qué estás haciendo?

Y estoy a punto de contarle el prodigio de lo que acaba de suceder antes mis ojos cuando me contengo.

—Nada. Viendo llover —y levanto la voz sobre el diluvio.

Será que él mismo, mi tío Paco, me ha dicho más de cien veces que los sueños son de quien los sueña, y de nadie más.

Benito Taibo

Nació en la Ciudad de México en 1960. Estudió Historia en la UNAM y se ha desempeñado en distintos ámbitos de la publicidad y el periodismo escrito, además de realizar guiones para radio y televisión. Su producción literaria comprende títulos como Siete primeros poemas (1976), Vivos y suicidas (1978), Recetas para el desastre (1987) y Polvo (2010), su primer novela. Persona normal (2011) es un libro integrado por relatos que giran en torno a un adolescente que queda huérfano a los doce años. Bajo la tutela de su tío (la oveja negra de la familia) conocemos sus gustos, intereses, sus descubrimientos del mundo y, sobre todo, su pasión por la lectura.