Ensayo

Inquilinos del infierno

Luis Rico Chávez

Si me pidieran definir el concepto de “tapatío” respondería: “Yo soy tapatío”. Y no necesitaría cientos de páginas para remover y enrevesar los conceptos, para escribir estudios sesudos y profundos basados en miles de autoridades. Afirmarme y definirme como tal me basta. Esta palabra englobaría toda mi existencia, con sus emociones, sus reflexiones y dudas, su pasado y sus aspiraciones. Lo que yo soy, en suma: un asunto en realidad complejo.

Esta fue la primera reflexión que me vino a la mente tras la relectura del libro El pobrecito señor X, de Ricardo Castillo, escrito en los setenta, en los lejanos años en que yo cursaba la primaria. Una de las muchas sorpresas de sus páginas fue que la afinidad que me provocó la primera vez que me sumergí en sus poemas —poco después de la adolescencia, aún con el estigma de su resentimiento— se enraizó aún más, sintiéndome más tapatío que entonces.

“Nací en Guadalajara” no sólo es el verso que abre el poemario y sintetiza su contenido, sino que engloba y matiza el conjunto de los temas que se desarrollarán a lo largo de sus páginas. La voz poética va contra la corriente, y corresponde a la de un adolescente que descubre el dolor de la existencia y de las mentiras de la familia. El lenguaje es visceral, directamente relacionado con la perspectiva de esa voz poética. El “alma en los testículos” no es una afirmación que se apegue a las convenciones, y desde esta perspectiva se subvierte el lenguaje.

El humor, elemento básico de los poemas, no se fundamenta, como pudiera pensarse en una primera lectura, en las “malas palabras” o en las alusiones sexuales o escatológicas (simples elementos inevitables de la existencia): se basa principalmente en el contraste entre la realidad ficticia que las convenciones (la familia) tratan de imponernos y la realidad que debemos sufrir a diario; en lo ridículo, en donde estas convenciones transforman el amor, convirtiéndolo en pura cursilería, en contraste también con la intensidad de la pasión sexual; en la irreverencia de la voz poética, que hace de tales convencionalismos blanco de su mordacidad.

En este tono humorístico va revelándose la radiografía del tapatío (y la tapatía): el odio reprimido de la mujer, el desamparo sexual, la cursilería y el paso inútil por la vida. Descubrimos cómo el guardar las formas nos lleva a la represión, a la indiferencia, a la monotonía: “la joda de a diario” es la que mantiene el estado de cosas, es la que configura nuestra esencia. Las imágenes no expresan un mundo agradable; derivan hacia lo escatológico, a lo soez. El odio y el miedo se presentan como protagonistas naturales en este contexto.

“Todo hombre come un plato diario de confusión”. Leemos los poemas y los sentimos nuestros: captamos la angustia, la impotencia, el aburrimiento, la desesperación y el miedo que nacen de existir, y de existir en este tiempo y en este lugar específicos. “Es mentira lo que tú crees de ti”, resume como natural conclusión la voz poética.

Hacia el final del libro, los poemas se convierten en una apología y una exaltación del placer sexual, poniendo énfasis en los encantos femeninos. Igualmente, durante todo el libro se ha matizado respecto de la vida de represión (en el ámbito sexual) que padecen las tapatías, así como sobre su frigidez y su frivolidad.

En el itinerario que se sigue en el laberinto de los versos de El pobrecito señor X se encuentra la identidad tapatía en muy diferentes matices. Uno de ellos, el espacio que habitamos como sinónimo del infierno, lugar hostil y carente de esperanza. Sin embargo, la vitalidad inherente a la existencia nos ayuda a seguir adelante: “Y me cae que eso dolía y daba vida”. Como la voz poética, los tapatíos podríamos considerarnos “inquilinos del infierno”, y como añade en otro momento, “farmacodependientes del miedo”.

¿Qué herencia recibimos los tapatíos? El alcoholismo, la inconsciencia y la resignación; la vida como desperdicio. “La vida poco tiene que ver con el álbum de familia”. El único deseo ante la fachada de estabilidad familiar es la muerte: “Propongo cerrar puertas y ventanas / y abrir la llave del gas”. Cada poema es una reiteración de los temas mencionados hasta ahora. Las ventanillas “nos enseñan a distinguir la vida de la teatral muerte”.

El espacio familiar se funde con el ámbito de la ciudad (de Guadalajara) y ambos comparten esa ruptura entre el ideal y la realidad. “En esta casa duele el aire”. No se trata pues más que de una mentira que se superpone a la verdadera esencia de la existencia, una pugna entre la familia y sus convencionalismos y el entorno oscuro y deprimente que habitamos.

Aunque tales espacios resultan familiares (la calle Obregón, la avenida Alcalde, el cine Park, el jardín del Santuario…) ello no les resta su calidad de zona hostil: “La ciudad no da la mano, no abre las piernas, tira patadas como monito de futbolito”. Y más adelante: “La calle tiene devastados los adentros”. Los tapatíos, insisto, desde la perspectiva de estos poemas, somos inquilinos del infierno.