Cuento

El asesinato de Juárez

Luis Rico Chávez

Benito recuerda la historia:

—El maestro comenzó el relajo casi desde septiembre. Por eso estaba tan nervioso, y por eso al final se puso como loco.

Repasa los preparativos y las ideas que se le fueron ocurriendo al maestro.

Al principio, sólo un cuadro que representara los hechos de Palacio: los Pelamuerto como soldados —escogidos por su catadura de matones, esculpida en sus nocturnas andanzas de pandilleros—, Conrado en el papel de Juárez, por su facha de miseria e ingenuidad —todos la teníamos, pero él más acentuada—, “el perfecto retrato del prócer”, decía el maestro; y Quico, con el porte de Prieto, se pone sus barbas de algodón y como si estuviéramos viendo la escena tal como ocurrió hace ciento veinte años. El maestro se entusiasmó tanto que, en ese momento de inspiración, se le ocurrió organizar a toda la escuela: cada grupo representaría un cuadro para que el Gobernador pudiera apreciar completa la vida de Juárez.

Para informar a los padres de familia y a la Sección 47 del Sindicato de Maestros de tan encomiables e inéditas actividades (Benito reproduce las palabras del profe) que fomentaban el gusto por la historia y el fervor patrio, el maestro mandó imprimir una hojita (su periódico) que llamó El Reformista, pagada con las cuotas de los burros de quinto y de sexto. A los únicos que no forzó a cooperar fue a los participantes del cuadro.

Y el remate: los ensayos, que se le ocurrieron casi de última hora: “Nuestro grupo”, dice Benito, “no iba a representar un cuadro estático, iba a dramatizar la escena, tal como había ocurrido: los Pelamuerto con sus rifles de aire al hombro, a punto de fusilar a Conrado, y Quico, valientemente, se interpondría y evitaría el magnicidio”.

—Es tan fácil —los animaba el maestro— que hasta los de primero pueden hacerlo. No es necesario ensayar mucho, pero hay que poner mucha atención para que todo salga a la perfección.

—A nadie dejaron entrar a los ensayos —recuerda Benito—, y los que participaban eran tan brutos que nunca se acordaban, o tal vez el maestro, para que la sorpresa fuera más impactante, les exigía silencio. Eso sí, estaban felices porque no tenían la obligación de entrar a clases.

*

El día de la presentación —como siempre, son palabras de Benito— todo salió muy bien. Hasta el día: con un sol tibio, agradable, que nos dejaba correr a gusto por entre los árboles y la gente.

La verdad, estábamos nerviosos. Aunque podíamos presumir ante los curiosos que caminaban por la plaza que nuestros compañeros representarían el mejor cuadro, el maestro no dejaba de molestar: “Ustedes, dejen de jugar”, nos regañaba. “Pónganse derecho el gorro”, les recriminaba a los soldados. Se esmeraba en ajustar la corbata de Juárez. “Déjate la barba en paz”, demandaba exasperado a Guillermo Prieto. Él era el más nervioso de todos.

Yendo de aquí para allá, apenas veíamos lo que habían montado los otros grupos: un pastorcillo con un palo forrado de celofán en la mano y asustado de ver tanta gente y a los borregos que cuidaba. Un muchacho que se pasaba todo el tiempo metido entre libros, a la sombra de un árbol de utilería. Un señor de traje con el dedo levantado como si le hablara a un gran auditorio y con un letrero a sus espaldas que decía “Leyes de Reforma” (aunque ni era muchacho ni era señor, eran de los más viejos de cuarto y de quinto, que encajaban como guante en el papel que representaban).

Y al final nosotros. Cómo no íbamos a ser los mejores: con los Pelamuerto (que se habían bañado y se habían cortado el pelo, aunque al más remolón nada más se lo recogieron con pasadores y se lo metieron abajo de la gorra) vestidos de soldados y con sus rifles resplandecientes; con Quico de traje y barbas de algodón, y Conrado, con los gallos controlados, que ni se parecían a sí mismos. Ahí sí que se lució el maestro.

También éramos los mejores porque cuando llegara el Gobernador se ejecutaría la última ocurrencia del maestro. Sería breve, pero sólo nosotros reproduciríamos los hechos históricos con diálogos y movimientos.

La gente paseaba de un cuadro a otro, expectantes por la llegada, desde la capital, de su Gobernador.

Me detuve frente a mis compañeros, que ya casi estabas listos. El maestro daba, más nervioso que al principio, las últimas indicaciones: “A ver ustedes, los de los rifles, se paran aquí. Tú —el Pelamuerto se rascaba la cabeza porque los pasadores le picaban— vas a ser el capitán. Les das la orden de fuego. Es muy fácil”, y explicaba cómo hacerlo. “Tú te paras aquí —les hablaba a Quico y a Conrado— y tú aquí. Antes de que el capitán diga ‘fuego’ tú te pones enfrente de los rifles y dices tu frase. ¿Te acuerdas?” Quico no se acordaba. El maestro, exageradamente nervioso, sobre todo porque se escuchó el rumor: “Ya llegó el Gobernador”. “Mira —le decía en el colmo de la exasperación— debes decir: ‘Alto, los valientes no asesinan’. ¿No se te olvida?” Y Quico empezaba a asustarse, y a tocarse la barba de algodón, deformándola.

El maestro saca un papel y escribe. Se lo da a Quico y por último pone a todos en su lugar. Sale del cuadro cuando toda la gente se arremolina y hace valla al Gobernador. “Empiecen”, murmura el maestro para que lo escuchen los del cuadro. El Pelamuerto levanta la mano y grita, en su papel de capitán del pelotón: “Preparen, apunten…” Quico pelea con su barba de algodón y no encuentra el papel, que se metió en una de las nueve bolsas del saco o del pantalón. Conrado mira primero a los soldados y después a Quico, que todavía no recita la frase salvadora.

El Pelamuerto grita “fuego” antes que Quico recuerde que debe decir “alto” y los soldados, fusil al hombro, lanzan su descarga de aire. Conrado cae al pasto cuando el Gobernador pasa rápido, se detiene un momento y sigue caminando hacia Palacio, entre aplausos que espantan a las palomas. Mientras el Gobernador continúa sin detenerse, la gente ríe a sus espaldas, viendo el cuadro: Juárez muerto en el pasto, el Capitán satisfecho por su obra consumada y el resto de los soldados recargando su rifle, por si hay que dar el tiro de gracia. Guillermo Prieto por fin encuentra el papel, y con la barba pegada a la camisa, concluye tartamudeando: “Los valientes no asesinan”. El maestro grita y casi llora. Los de sexto aplaudimos porque la gente, que empieza a retirarse, está divertida, riendo a carcajadas.

Entonces —éramos unos escuincles— ni yo, ni Conrado, ni Quico ni los Pelamuerto entendimos por qué esa actitud del maestro, si todos se divirtieron y el Gobernador pasó justo en el momento en que dispararon los soldados.