Cuento

Sin Alma

Luis Rico Chávez

Una ráfaga de viento sacudió las palmeras que se insinuaban a través de la ventana. La temperatura bajó de golpe, provocándole un estremecimiento que le trajo a la memoria el instante fatal que lo había recluido en esta aséptica habitación. Quiso reforzar la coraza de su ánimo pero algo se rompió en su interior. Un llanto que había contenido por años brotó y lo hundió en una profunda melancolía. Las emociones tantas veces reprimidas parecían cobrarle la factura de una vida regida por el comportamiento de un macho insensible.

Aquella mañana de verano la brisa marina lo había hecho desconectarse de su entorno. Acababa de estrenar el jeep, un lujo que se permitía después de años de privaciones. Y el último sacrificio: las vacaciones en la playa… este pensamiento lo volvió a la realidad: en los asientos traseros, sus hijas también disfrutaban el paseo matutino. Las miró en el espejo retrovisor y no pudo esconder un gesto de contrariedad: hubiera preferido viajar solo; ese primer paseo de sus vacaciones, un símbolo de su libertad, lo había imaginado sin compañía. Al menos Alma se quedó en el hotel. Algo maliciaba, sin duda; en los últimos días se había mostrado retraída y molesta en respuesta a su propia actitud, pues no ocultó desde el principio su desagrado ante la insistencia de tomarse también las vacaciones.

Antes del viaje más de una vez discutieron al respecto, él necio y aferrado al argumento de la necesidad que tenía de las vacaciones, alejado de las presiones y los problemas (entre los que incluía a Alma y a las niñas), considerando como un hecho irrebatible que se las merecía, mucho había trabajado y se había sacrificado por esta familia. Alma, por su parte, también le reprochaba su egoísmo. ¿Acaso ella misma no se había sacrificado por él, por las niñas, por la relación? Y seguía una retahíla de reproches, y de traer a la discusión historias para él ya olvidadas, para rematar con su llanto y su furia contenidos. “Claro, por eso te quieres largar solo, te quieres dar la gran vida de soltero. Quieres darle vuelo a la hilacha… pero no, aunque no quieras y aunque te pese, aquí tienes una obligación, tienes esposa e hijas”. El diálogo era imposible. Sobre todo porque luego de su inamovible resolución de ir también de vacaciones, salían a relucir conflictos sin resolver que se remontaban incluso a la lejana época del noviazgo.

Mucha razón tuvo El Negro cuando, al regresar de su luna de miel, en su primer día de trabajo le auguró seis meses de felicidad. Algo se rompió entre ellos a las pocas semanas, aunque tal vez desde el comienzo de su relación nunca existió un vínculo sólido, verdadero. ¿Por qué continuaron, entonces? Por convención primero, por las niñas después, por displicencia y por las malas costumbres al final.

Su rostro se volvió a endurecer. La humedad de una lágrima rezagada le cosquilleó en la barbilla. Se la limpió con furia de un manotazo, con el que hubiera querido borrar todos esos años de riñas constantes, de odios y de infelicidad.

Afuera comenzaba a oscurecer. Las ráfagas de viento se hacían más constantes y más intensas, en breve se soltaría el aguacero. Qué contraste con el sol de la mañana del accidente, que ahora lo consideraba como parte de una maldición que alguien que lo odiaba a muerte le hubiera lanzado (¿Alma?). La penumbra que iba apoderándose de la habitación lo reconfortaba, le permitía hundirse en una inconsciencia salvadora. Aquella luz ahora le resultaba molesta, dolorosa. Dibujó con horrorosa nitidez cada instante, cada movimiento, cada gesto de las niñas.

El punto de arranque lo sitúa sin duda en el momento en que, al verlas por el espejo retrovisor, volvió de golpe a la realidad de un pasado al que contra su voluntad estaba atado, un pasado al que quisiera renunciar, a una relación que consideraba sepultada desde un tiempo que, de tan remoto, había olvidado.

El sol que ya derramaba sus brillantes e intensos rayos los bañaba por el costado izquierdo. La ira y la frustración de no haber podido realizar en solitario este viaje le obnubiló la conciencia un instante, que coincidió con una curva inesperada y un vehículo que circulaba en sentido contrario.

Perdió el control del jeep, que se abalanzó contra las rocas de la pendiente y, como una reacción instintiva, pisó a fondo el pedal del freno. Le pareció que la luz de la mañana era más brillante y más intensa. Miró con total nitidez y como si se movieran en cámara lenta los cuerpos de las dos niñas, y le pareció como si ingresaran a un espacio de luz que fuera absorbiéndolas y cubriéndolas con su brillantez, hasta difuminarlas.

Su memoria conservaba, como un sello indeleble, el gesto de cada una, como un rostro que se mira en un espejo repitiendo la misma expresión que, en primer lugar, borra las muestras de felicidad por el agradable paseo, para dar paso al estupor a causa, sin duda, del estridente rechinido y la violencia de los acontecimientos que termina con ellas por los aires y sus cuerpos por último esparcidos entre las rocas.

Como una mala película que parodia de manera grotesca la realidad mira sus movimientos repetirse, en un avance y retroceso como si un espectador aburrido rebobinara y adelantara las imágenes en un juego que ahora le parece absurdo y producto sin duda del estupor que le provoca la magnitud de la tragedia que apenas comienza a entrever.

El aturdimiento que viene después le impide dar continuidad a los hechos subsiguientes. Apenas conserva imágenes sueltas, como en una película que estuviera editándose y sólo dispusiera de tomas aisladas. La luz intensa… ¡cómo odió esa luz! ¿Por qué no una oscuridad reconfortante como la de esta habitación, ahora que a la enfermera se le ha olvidado cumplir incluso con las más elementales de sus responsabilidades?

Él, abandonando el jeep, tambaleante y aturdido (bendito cinturón de seguridad), cayendo después como fardo a la orilla de la carretera. El conductor del otro vehículo que corre hacia ellos con expresión de angustia y gritando frases incomprensibles. Los curiosos (¿de dónde sale tanta gente, incluso en sitios aparentemente solitarios?)… De la llegada de las autoridades y de Alma no recuerda nada. De repente se ve levantado en vilo y en el interior de la ambulancia y por último en ese cuarto de hospital, a donde ella se ha negado a poner los pies. Natural: lo culpa del accidente y de la muerte de las niñas. Es la ruptura definitiva, mejor así.

Entre el sinfín de pensamientos confusos que han llenado su mente en las últimas horas lo inunda una sensación agradable: la certeza de que ellas se salvaron de sufrir el martirio del matrimonio y todas las torturas que implican crecer y ser adulto.

La oscuridad es total. Se echa la almohada sobre la cara, en previsión de que la enfermera entre a encender la luz y rompa con la tranquilidad que tanto le ha costado conseguir. Afuera la lluvia cae como un diluvio. Antes de hundirse en el laberinto de la noche piensa en Alma: está seguro que ahora sí la perdió definitivamente y (piensa mientras comienza a hundirse en la reconfortante nebulosa de sueño) ni siquiera la verá para los trámites del divorcio. Él no tendrá que preocuparse por nada: todo se arreglará en los juzgados. Su conciencia comienza a difuminarse, y una sensación de que se hunde en un blando abismo invade palmo a palmo su cuerpo. Siente que cae, leve como una pluma, en el vacío. Le parece que todos los objetos a su alrededor se transforman en una nada confortable. Los contornos se difuminan. La memoria de las últimas horas se transforma en una niebla luminosa. Antes de hundirse definitivamente en ese sueño sin fronteras, como un relámpago le llega la revelación de que, a partir de este momento, y hasta que la muerte lo reciba como una amante imperiosa, vivirá hundido en una soledad irremediable, sin las niñas, sin Alma.

Este cuento fue incluido en el libro Mar de voces. Antología literaria de docentes del SEMS 2017.