Ensayo

No me odien, fanáticos de la ciencia ficción

Luis Rico Chávez

Hace algunos años yo solito me cerré las puertas para colaborar en revistas de ciencia-ficción. Qué bueno. Si algún fanático del género abrió este archivo pensando encontrar las loas exaltadas que se acostumbra leer en los pasquines siempre de moda, permítame decepcionarlo. Voy a relatar, a continuación, mis no muy gratas experiencias como lector de esta literatura, con la esperanza de que no me vuelvan a invitar a esta clase de publicaciones, aunque me pierda los jugosos cheques que cobran estos autores y la fama que viene añadida, más las regalías por los derechos cinematográficos y las fotos y los autógrafos (y otras cositas) de las famosas.

Pero comenzaré refiriéndome a lo que me agrada de estos cuentos o novelas (la narrativa es el género más socorrido en ciencia-ficción, aunque me ha tocado leer obras teatrales y contamos con un abundante surtido de guiones cinematográficos originales), a ver si con ello atenúo el odio gratuito que sin duda me ganaré de los fanáticos del género.

En estas mismas páginas virtuales incluyo un artículo sobre Ray Bradbury, uno de mis autores favoritos. Y me agrada su obra no por su temática, sino por la conformación de sus personajes, por su ingenio en la creación de atmósferas y del suspenso narrativo, y por su habilidad para desarrollar los temas y darles credibilidad, pero sobre todo por el uso del lenguaje y por el toque humano y emocional que imprime a sus historias.

He leído escritores que de antemano rechazo (autores de best-sellers), pero para mi sorpresa, al acercarme a ellos aunque con cierto resquemor, al final me encuentro una obra de buena calidad literaria, además de las ventajas (que las tienen, hay que aceptarlo) de esta clase de textos: agilidad narrativa, acciones que mantienen el interés del lector, sorpresas agradables en algunos momentos. Tal es el caso de Michael Crichton, de quien por no sé qué accidentes del destino literario encontré una novela titulada La amenaza de Andrómeda (me parece que de las primeras que escribió), y en la cual, pese a narrarse una acción bastante simple (característica del género) y a que el espacio narrativo era reducido, se creaba una atmósfera de suspenso continuo que mantenía el interés desde la primera hasta la última página.

Isaac Asimov es otro de los autores que leo con cierta asiduidad. Además de sus textos de carácter divulgativo, me he acercado a algunas novelas (Las lunas de Júpiter) y a un montón de cuentos, que me parecen entretenidos (en ocasiones humorísticos) y, desde luego, muy recomendables. Por ahí escuché que sus historias adolecían de cierta inexactitud científica (aunque sin pruebas para sustentar el argumento); en literatura éste no sería defecto, pues interesa más la verosimilitud narrativa, lo cual se cumple en sus relatos. Es decir, aquellos autores que fundamentan “científicamente” su temática, pero literariamente son malos, no pueden catalogarse como literatos (Perogrullo dixit). He aquí una de las razones por las que en ocasiones me desagradan estos textos.

Recuerdo que 2001. Una odisea espacial, de Arthur C. Clarke, comencé a leerla y me provocó bostezos. Pero como ya me había gastado la mitad de mi sueldo de aquellos años, no quise perder la inversión e hice de tripas corazón y algunas semanas después de la adquisición comencé a leerla de nuevo. Me fascinó. En ese tiempo yo apachurraba mis primeras teclas (de computadora) y me asomaba con curiosidad al mundo de la informática y la inteligencia artificial. Nada más apropiado para disparar la imaginación y fabular sobre el futuro del hombre controlado por robots (computadoras), tema sin embargo visitado por estos autores desde mucho antes.

Tengo un recuerdo muy agradable de una antología de cuentos mexicanos de ciencia-ficción. ¿Puede uno imaginarse extraterrestres en Tepito? Considero que para tal fin no se requiere de grandes proezas del intelecto. Una civilización hiperavanzada que ha planeado por eones dominar la tierra… Pero los invasores se encuentran con el Roñas, un adicto al tonsol que los lleva a cenar con doña Chonita, y mueren de indigestión por la comida mexicana. ¿Pensaron alguna vez que el Roñas salvaría al planeta? Ni el superhéroe más pintado. Aunque en este momento no recuerdo si la muerte ocurrió por una diarrea o por un bichito que había en la comida callejera. Me hizo recordar la novela de H. G. Wells, en la que un insignificante microorganismo acaba con la invasión marciana.

Pero mi intención no es alargar la lista de los autores de este género que me he encontrado en mi trayectoria como lector. Se supone que confesaría por qué no fui aceptado en su gremio. También ocurrió en mis años mozos como reseñista. Un alumno me confió que pertenecía a la Sociedad Ultrasecreta de Fanáticos de la SF, y que tenían una revista ultrasecreta (sólo ellos la conocían, a nadie más le interesaba, aunque la regalaran) y sabedor de mi agudeza lectora y mi habilidad como reseñista, me pidió un artículo sobre algún aspecto de la ciencia-ficción.

Y ahí estoy desgastando mis ojitos, explotando mis neuronas y desvelándome repasando mis notas y mis lecturas para, con sangre, sudor y tinta engendrar ocho cuartillas que me regresaron casi a balazos (o más bien a disparos de pistolas de rayos láser). Había ofendido a sus deidades, pisoteado lo sacrosanto de su fantasía, profanado lo más granado de su creatividad. A pesar de que por lo general carecen tanto de fantasía como de creatividad con un sólido sustento literario.

Escribía en ese artículo (del cual no quedan rastros; lo más probable es que haya sido desatomizado por algún integrante ofendido de la tal sociedad, o llevado a una galaxia lejana donde no se comprenda nuestra lengua y no se tome en cuenta tal sacrilegio) que me parecía lamentable que un género cuya temática permite elevar la imaginación a alturas literalmente infinitas, sus cultivadores carecieran en gran medida de ella, y su poco ingenio les impidiera describir paisajes exóticos creíbles, crear universos coherentes y poblar mundos con seres interesantes.

Salta a la vista, cuando uno comienza a acercarse a estas obras, que la mayor parte de sus historias se estructuran inconsistentemente: añaden secuencias sólo por el gusto de la descripción, o para enmendar acciones ilógicas o personajes poco convincentes; sus finales son previsibles, abruptos, o en ocasiones rompen con la lógica de la secuencia de las acciones.

Muchas veces corren el riesgo de volverse obsoletas porque, al fundamentar la historia en algún avance científico o en un futuro posible, cuando la realidad las desmiente pierden su razón de ser y no queda más que una historia insulsa o una sarta de palabras sin mucho sentido.

En mi artículo me quejaba de su incapacidad para aprovechar la libertad de que disponen para elaborar historias frescas, novedosas, de vanguardia. Uno encuentra que la mayor parte son superficiales, previsibles, desechables. Sus personajes por lo general están mal construidos. Son ingenuos, maniqueos, planos. Todas estas características son entendibles porque se trata de una literatura de moda, que despierta la curiosidad y el morbo de los lectores ingenuos, que son mayoría. Pertenecen, casi siempre, a la categoría de los best-sellers, con todos sus defectos.

Estos rasgos, que corresponden a la mayor parte de los autores del género, tiene sus excepciones, como ya señalé. Y debo añadir que tales peculiaridades definen sobre todo a ciertos mercenarios de la literatura, que se aprovechan de la moda, del éxito del momento, de los gustos de las masas, y a ellos sólo les interesa elaborar historias espectaculares, impactantes, que alienten el morbo de los lectores. Me vino a la mente el inicio del libro El mundo y sus demonios, de Carl Sagan, en donde censura los defectos de la pseudociencia, tan extendida por el mundo en detrimento de la ciencia. Palabras más, palabras menos, es lo que le podemos achacar a muchos autores de ciencia-ficción, que sólo aprovechan las circunstancias del momento pero no hacen literatura.

He mencionado, pues, autores de calidad literaria incuestionable, y debo confesar que aun en estos que acabo de catalogar como “mercenarios” he encontrado páginas rescatables: descripciones de realidad virtual, avances científicos creíbles, artefactos ingeniosos, apocalipsis impresionantes. Pero son diez o veinte páginas perdidas entre mil. Sí, porque estos autores aman los mamotretos y las sagas (si tiene éxito uno, lo pueden tener dos, y tres y hasta cien), y aunque tal vez pueden resultar entretenidas, desde una perspectiva literaria no son gran cosa. Aunque no lo crean, en mis años mozos, cuando leer se convertía en un reto o en algo así como un mandato divino, me soplé varios de ésos (pecador de mí) pese a que a partir de la página diez ya me daba de topes por lo malo de la lectura, pero me la soplaba hasta la palabra “fin” (tres mil páginas de vida perdidas). Por suerte ya dejé atrás esa inútil disciplina, y por más que insista alguno de esos fanáticos de que no me debo perder el libro del siglo, sí me lo pierdo.

Pero, debo confesarlo, seguiré gastando mis quincenas y aumentando la graduación de mis lentes en la compra y en la lectura de libros de ciencia-ficción. Todo por las diez páginas que valgan la pena leerse.